martes, 30 de noviembre de 2010

La dama del cuadro

La observaba. Lo observaba. Miraba a los ojos de la imagen femenina del cuadro con tanta curiosidad y serenidad que él mismo se asustaba. Además, no podía dejar de tener la sensación de que aquellos ojos llameantes pintados en el lienzo tenían vida. Había entrado con sus compañeros en aquella torre abandonada. Cruzaron el umbral riéndose, retando a los peligros de las leyendas locales que les habían contado de niños al calor del hogar.

Y unas horas más tarde sólo quedaban ellos dos.
Uno de sus compañeros había caído con un dardo en el cuello al accionar una trampa en la primera planta. Otros dos se disolvieron ante los atónitos ojos de los demás en una horripilante nube de ácido que había aparecido cuando cogieron una espada de oro colgada de una pared. Huyeron de esa habitación donde sus amigos se habían convertido en charcos sanguinolentos y entraron en una sala que unas arañas enormes del tamaño de un perro de caza habían convertido en su hogar, y que no reaccionaron amistosamente ante la invasión. Como pudieron empezaron a correr frenéticamente hacia los pisos superiores por las primeras escaleras que vieron. No dejaron de correr hasta llegar arriba del todo, hasta una habitación. Cerraron las puertas y las atrancaron. Ya a salvo, recuperaron el aliento sentándose contra la puerta y se dieron cuenta que sólo quedaban dos.
El otro, su hermano pequeño, se quedó sollozando haciéndose un ovillo en el suelo, y él miró la habitación en que se encontraban. Parecía la alcoba de una doncella. Había una cama enorme con cortinas y visillos rojo carmesí. Las paredes estaban pintadas también de rojo, pero mucho más oscuro, color sangre. Él se empezó a marear. Susurró unas palabras que pretendían ser de ánimo a su hermano, se levantó y se apoyó en la puerta y cerró los ojos. No ayudó mucho ya que no dejaba de escuchar a su hermano llorar desconsoladamente. Hasta que un ligero soplo de brisa fría como la muerte pasó a su lado y el susurro de la brisa pareció decirle “El cuadro”. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral de parte a parte y abrió los ojos. A pesar de que intentaba respirar pausadamente sólo conseguía jadear. Dio un par de pasos tambaleantes hacia el centro de la alcoba y, de repente, los vio. Los ojos de una dama pintada magistralmente en un cuadro.

Empezó a respirar lenta y pausadamente. Un sentimiento cálido se apropió de su cuerpo relajando sus músculos agarrotados y sus nervios crispados por el frío y por el miedo.
Pero no podía apartar la mirada de esos ojos rojos, llameantes. Recordó cómo había llegado con sus amigos a la torre y lo que había pasado hasta llegar a ese momento. Se dio cuenta de que su cuerpo tampoco respondía. Y todo comenzó a volverse negro. Todo. Todo menos esos ojos.

Esos ojos llameantes. Vibrantes. El sentimiento cálido que había relajado su cuerpo empezó a acrecentarse hasta que se convirtió en un dolor abrasador insoportable en el pecho. Cayó de rodillas con la boca desencajada en un silencioso chillido que daba cuenta de un dolor insufrible. Y todo desapareció, incluso aquellos ojos.
Cuando volvió a abrir los ojos, la chimenea estaba encendida. La puerta estaba abierta y su hermano no estaba. Pero había algo distinto en el ambiente. Todo estaba más limpio, menos ajado por el paso del tiempo. Las paredes no eran rojas, sino blancas. Y el cuadro, el cuadro no estaba. Miró a la cama y le pareció ver a alguien tumbado en ella. Se acercó y descorrió las cortinillas rojas y vio a la dama del cuadro, una muchacha de unos diecisiete años, rubia y delgada, con la tez blanquísima, tumbada y dormida. Tenía un paño húmedo sobre la frente. Parecía muy enferma.
JJVaras