martes, 11 de enero de 2011

A la deriva - 02 - A merced del oleaje...

A merced del oleaje...

Y ahí estoy yo. Manejando el timón con gestos suaves, certeros... casi caricias cariñosas. Sorteando los arrecifes, hasta que el trueno me grita otra vez. La tormenta reaparece en un abrir y cerrar de ojos, haciendo que el oleaje pase de mecerme suavemente como en una cuna a balancearme salvajemente.
Miro al ojo de la tormenta, y le aguanto la mirada. Oigo una risa y un "te lo dije". Y después, oscuridad.

Oscuridad.

Y, tras un tiempo indefinido, escucho esa voz dulce que había elevado mi alma llamarme.
Abro los ojos, y escupo la arena de la playa que noto en la boca. Las olas que llegan a la orilla me mecen con ternura, como pidiéndome perdón por haberse puesto de parte de la tormenta.

Me levanto como puedo. Tengo la mano derecha hinchada y con un moratón muy grande en la muñeca.

La voz me llama, aunque no entiendo lo que dice. Pero sé que me llama. Avanza tropezando entre la vegetación, apoyándome de árbol en árbol. Al llevar un rato andando me doy cuenta de que me duele también el pecho, siento un ardor en el corazón. Necesito descansar, pero la voz me llama con más apremio aún.

Así hasta que llego a la entrada de una cueva al pie de una montaña. Si no calculo mal debo estar en el centro de la isla. La voz sigue instándome a continuar. Y yo ya poco tengo que perder. Sigo.

En contra de mis expectativas, la cueva no se adentra y desciende, sino que se adentra en la montaña y asciende. Las paredes del túnel están surcadas por raíces rosáceas que me permiten agarrarme a ellas cuando tropiezo y estoy a punto de caer, y aquí y allá hay setas de un color azulado que iluminan lo suficiente mi camino.

Hasta que vuelvo a ver la luz al final, y salgo a una especie de terraza natural formada en la montaña. Enredaderas de hojas rosas caen desde arriba, a modo de cortina. Por todas partes hay florecillas amarillas cuyo aroma me recuerda a la vainilla que tomaba siendo pequeño. Y en el centro hay un manantial natural de agua fresca. Me acerco para poder beber y lavarme un poco.

Pero antes de tocar el agua, al asomarme al interior de la fuente, veo algo brillar en el fondo. Meto mi mano derecha para cogerlo, y, al instante de haber introducido la mano en el agua, veo cómo desaparece el moratón y se baja la hinchazón ante mis ojos. Cojo el objeto, un amuleto circular. Y la voz vuelve a hablarme: "bebe". Bebo. Y, a la par que siento el agua fresca recorrer mi cuerpo por dentro, siento un calorcillo, el calor de la vida, rejuveneciendo mi alma.
El dolor del pecho desaparece y sólo queda un calorcillo similar al que sentía cuando de chiquillo me miraba alguna chica y me sonreía.

"Ponte el medallón", me dice la voz.
Lo hago.
Y una explosión de luz cegadoramente rosa y blanca me ciega...

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