sábado, 3 de septiembre de 2011

A la deriva - 05 - La respuesta es otro interrogante

Me despierta el sonido insistente de gotas cayendo lentamente. Una... a una.
Abro los ojos con dificultad, parpadeando, e intentando centrarme e identificar el lugar donde me encuentro. Estoy en una cueva llena de estalactitas y estalagmitas. Parecen dientes. Parece que la cueva sonríe grotescamente antes de empezar a masticarme. A pesar de lo insensato o enfermo que parezca, no puedo evitar sonreír ante tal idea.

Me levanto pesadamente apoyándome en la pared, y me quedo apoyado en ella con los dos brazos extendidos mirando a mis pies. Sacudo la cabeza y me obligo a olvidarme de cuevas que muerden.
Cierro los ojos.

Me dejo guiar por el tacto, y me doy cuenta de que la pared está tallada. Me alejo y la miro. La pared es idéntica a la losa de piedra que encontré antes de...

-Has despertado -dice una voz calmada.

Me giro y veo a un hombre, calvo y delgado, vestido con una túnica blanca. Sonríe, y en sus ojos se percibe tranquilidad y sabiduría.

-¿Quién eres? -pregunto.

-Yo.

-¿Pero cómo te llamas?

-Mi nombre carece de importancia.

-¿Y qué pretendes hacerme?

-Nada.

No sé si bromea o me toma el pelo, pero el hombre sigue sonriendo tranquilamente y mirándome.

-¿Dónde estoy? -sigo preguntando, no tengo nada que perder, aunque parece que voy a ganar muchas respuestas obvias y escuetas.

-Aquí.

Sonrío para mí mismo.

-Y, ¿para qué estoy aquí? ¿Cómo llegué?

-Estás aquí para aprender. Llegaste a través de la piedra.

<¡Por fin alguna respuesta!> grito en mi interior.

-¿Podrías ser más concreto?

El monje me mira sin responder.

-Podrías contestarme -digo ya irritado ante tanto juego.

-Sólo hablo si es necesario. Aquí tienes tu primera lección: "procura que tus palabras sean mejores que el silencio"-dice sin cambiar la expresión en lo más mínimo. Se da la vuelta y se aleja por un pasillo de la cueva.

Yo me quedo de pie, en el mismo sitio, rumiando sobre lo que acaba de decir.
Él se da la vuelta, y con la misma sonrisa bondadosa en la cara me indica con la cabeza que le siga. Y le sigo. Así llegamos a una explanada, cuya vegetación rosada reconozco. Sigo en la isla de la Diosa. En lo alto de una montaña. En el centro de la cima-explanada hay un círculo de piedra que sobresale de la hierba rosa.

El monje camina hasta allí y se sienta con las piernas cruzadas en un dibujo del círculo. Hay otro dibujo idéntico enfrente suya. Me lo indica con la mirada.

Me siento igual que él. Y después, silencio.

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